martes, 26 de enero de 2010

APOLOGÍA DEL APAGÓN.

SANTIAGO ALBA RICO
Especial para LA CALLE DEL MEDIO 21
Los aeropuertos se han convertido en el símbolo y el motor de la civilización capitalista: lugares de paso –hacia otros lugares de paso– donde está siempre a punto de estancarse un tiempo muerto, o un tiempo-basura, cuya superfluidad total sólo puede dirigirse hacia el consumo. En el «Leonardo da Vinci», en Roma, hace dos años, tuve una experiencia angustiosa. En tránsito hacia Túnez, me dirigía hacia mi puerta de embarque por un pasillo de maravillas, flanqueado por una sucesión de cafés, comercios y boutiques –todas las marcas, todos los prestigios– que saturaban de luz cegadora hasta el último rincón del campo visual. De pronto, a mi derecha, un enorme cartel apremiante, alarmante, me alertó de las consecuencias de seguir avanzando. Se me encogió el corazón. «ATENCIÓN. Todavía está usted a tiempo de volver atrás. A partir de este punto ya no hay tiendas». Lo malo no es que a partir de ese punto no hubiera tiendas; es que no había nada. Las puertas de embarque habían sido confinadas en un espacio intencionadamente desnudo y sombrío, sucio y vacío, abandonado a su suerte. Como en los cuentos, si se hacía caso omiso de la advertencia, se pasaba abruptamente de un mundo brillante y colorido a otro sórdido y amenazador: de la felicidad a la pesadumbre, de la libertad a la prisión, de la luz a la oscuridad. El efecto era tan traumático que resultaba imposible no volver sobre los propios pasos para buscar con ansiedad, no alimentos, bebidas o chucherías, no, sino un poco de luz eléctrica.
Somos adictos al sexo, a la velocidad, a los espectáculos, al plástico; pero somos adictos, sobre todo, a la luz eléctrica. No hay nada de extraño en nuestra dependencia energética; sin ella ni la producción ni la curación ni la cultura serían ya posibles. Lo extraño es nuestra dependencia estética; el hecho, es decir, de que esa luz que el novelista inglés Robert Louis Stevenson consideraba, por contraste con la del fuego, «un horror para realzar otros horrores», nos parezca tan hermosa hasta el punto de que su prestigio se utiliza para reforzar todas las otras adicciones. La Razón, que los franceses llamaban les lumières –las luces– sólo necesitaba una lamparita para activarse; las luces que persiguen y destierran hoy todas las sombras han acabado por ofuscar y cegar a la Razón misma. ¿Necesitamos tanta luz? ¿Es realmente bonita la luz eléctrica? ¿Es de verdad interesante una luz que no produce sombras?
Nunca me atrevería a hacer en Cuba una «apología del apagón»; pero todos los niños saben cuántos mundos más excitantes se ocultan detrás de ese muro de claridad plana; cuando cae, se levantan tras él profundidades inauditas. En las casas tradicionales japonesas, nos cuenta el escritor Tanizaki, el centro del hogar no era la televisión, sino un «hueco» –el toko no ma– destinado a delimitar una sombra como punto de arraigo y exploración de la mirada. La sombra, que es la ropa del tiempo, ha sido arrancada de todas las superficies en un frenesí de vatios, trapos y cosméticos. No sólo hemos acabado por identificar la seguridad, la higiene y la belleza con la luz eléctrica, sino que también la asociamos a la emoción del espectáculo. Al contrario de lo que le ocurre a la razón, nada inmóvil y oscuro puede atraer la mirada del consumidor.
Y sin embargo, el primer espectáculo, aquel que define al ser humano como precisamente humano, aquel del que ha surgido todo lo que hemos hecho y todo lo que somos, tiene que ver con la oscuridad y la quietud. El exceso de luz del capitalismo, lo sabemos, tiene un coste ecológico insostenible: el mediodía perpetuo de las grandes ciudades –mientras 2 000 millones de personas permanecen a oscuras– consume 1,5 Gtep de energía eléctrica, del que el 81 % procede de centrales termoeléctricas. Dubai, el país con la mayor huella ecológica del planeta, acaba de construir la torre más alta del mundo (860 metros), cuyo consumo diario de electricidad –mientras un keniata disfruta de tan sólo 140 kw/h al año– equivale a 500 000 bombillos de 100 w encendidos al mismo tiempo y sin interrupción. Pero la llamada «contaminación lumínica» no tiene sólo un coste ecológico de dimensiones catastróficas; se acompaña también de una catástrofe cultural, estética, antropológica. En el campo, en una noche sin luna, pueden verse a ojo desnudo hasta 2 500 estrellas. En las ciudades, donde vive ya la mayor parte de la humanidad, si levantamos la cabeza (¿y quién va a levantar la cabeza habiendo vitrinas iluminadas a un lado y otro de la calle?) apenas si alcanzamos a distinguir entre 200 y 10 estrellas, según se viva más o menos cerca del centro urbano. Un estudio de Global at nigt indica que el 99 % de la población estadounidense y europea y los dos tercios de la población mundial viven bajo un cielo fotocontaminado. Más inquietante aún: el 93 % de los habitantes de Estados Unidos, el 90 % de los europeos y el 40 % de la población mundial, viven en un permanente y artificial claro de luna. Pero más inquietante aún: el 80 % de los estadounidenses, el 70 % de los europeos y más de un cuarto de la población mundial, viven en un falso plenilunio ininterrumpido. Para ellos –para nosotros– nunca llega a hacerse realmente de noche, de manera que hemos perdido la posibilidad de ver la Vía Láctea; es decir, la galaxia en la que habitamos y que nos permite orientarnos en el cosmos. Nuestros cielos son tapas o valvas que ocultan el firmamento. Como moluscos, estamos encerrados dentro.
¿Es muy grave esta pérdida? En uno de sus más famosos poemas de amor, Neruda escribió: «La noche está estrellada y tiritan, azules, los astros a lo lejos.» Al final de una de sus más famosas obras, el filósofo Kant escribió: «Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí.» Y en uno de los pasajes de una de sus más famosas novelas, Joseph Conrad escribió: «Era una de esas noches claras, estrelladas, cubiertas de rocío, que oprimen el espíritu y aplastan nuestro orgullo con la brillante prueba de la terrible soledad, de la oscura insignificancia desesperada de nuestro planeta.»
¿Y qué? ¿Es tan grave no poder escribir ya frases como esta? ¿Habrá que conservar las estrellas por cursi elitismo literario? No. Fueron necesarios millones de años de evolución para que una criatura viva se irguiese sobre sus pies, rellenase su casco craneal y levantase sus ojos hacia las estrellas. Desde allí se vio, desde allí se conoció, desde allí interiorizó sus límites: mediante ese gesto de alzar la cabeza hacia el cielo para compararse con él, un animal –y sólo ese– se hizo humano. El amor, la moral, la razón, la conciencia de la mortalidad –que es de lo que hablan Neruda, Kant y Conrad cuando evocan las estrellas– son inseparables de esa transformación. Y la contaminación lumínica, por tanto, tiene el efecto de un retroceso catastrófico en la evolución filogenética de la Humanidad. En un tiempo estuvimos encerrados en valvas, escamas, plumas, pieles, sin ninguna salida a la luz; hoy estamos encerrados precisamente en nuestra luz, de la que no podemos salir hacia las estrellas.
Es imperativo desintoxicarse de la luz eléctrica, reacostumbrarse a la belleza de las sombras, recuperar el misterio y profundidad de la razón. Sí, me voy a atrever a hacer una apología del apagón: del apagón controlado, relativo, igualitario, liberador, humanizador. De ese apagón que embridará los vatios y desnudará los astros, velados por un puritano exceso de luz. De ese apagón que apagará Dubai y Nueva York y encenderá la Osa Mayor. De ese apagón, en fin, del que depende, en materia y en espíritu, la posibilidad misma de formar parte de la Humanidad.
¿Es apagón? ¿O es revolución?

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