martes, 21 de diciembre de 2010

Recuerdos personales de Dora Alonso, en su centenario.

Enrique Ubieta Gómez
Hace ya inrecordables años, un grupo de adolescentes, alumnos todos de la Escuela Vocacional Lenin (no era entonces un centro docente de ciencias exactas, como ahora), nos confabulábamos cada tarde para hablar de literatura, de artes plásticas, de teatro, de filosofía --de lo que apenas barruntábamos como filosofía--, de cualquier tema. Nos reuníamos en el local del periódico, como le llamábamos, al "cubículo" o habitación que nos servía de redacción en la Escuela, porque claro, hacíamos también un periódico que salía cuando Dios quería, bajo los auspicios de la FEEM. Casi todos los que se vincularon a esa "redacción" permanenecen hoy profesionalmente en los predios de la cultura --vivan donde vivan--, así hayan estudiado filosofía como Rubén Zardoya Loureda, ex rector de la Universidad de La Habana o Gustavo Pita Céspedes, políglota y hombre de saberes diversos y cosmogónicos; así sean hoy artistas de la plástica como Antonio Eligio (Tonel) o Eduardo Rubén, poetas y críticos de arte como Osvaldo Sánchez, escritores como Alberto Garrandés, antropólogos como Luis Alberto Pedroso y hombres de cine como Juan Grillo Tadeo. Rememoro aquellos días a propósito del centenario de una mujer excepcional, ya fallecida: Dora Alonso. El grupo en sus diversas etapas organizó visitas de fin de semana a los hogares de intelectuales variopintos (Margaret Randall, Félix Pita Rodríguez, Eliseo Diego, Mariano Rodríguez, Gaspar Jorge García Galló, entre otros). Algunas de aquellas visitas propiciaron relaciones de amistad, si es que la relación de un adolescente con un intelectual ya consagrado puede catalogarse de tal.
Así conocimos y quisimos a Dora, una mujer que no tuvo hijos naturales, pero escribió los libros infantiles más hermosos de la literatura cubana y adoptó en su casa como hijos a todos los niños y adolescentes que la visitaban. Con ella descubrí por primera vez que hay escritores que hablan como escriben (o viceversa); no me refiero a los vocablos culteranos o populares de su léxico, sino a la entonación, a la respiración de la voz, a los acentos. Ahora, cuando leo sus libros, la escucho: las comas marcan las pausas de su conversación. Algo similar me pasó con Eliseo Diego. Pero Dora lo mismo contaba pasajes de su vida de guajira o de revolucionaria, que hablaba con nosotros de sus preocupaciones o dolores de madre adoptiva o de mujer, sin distancias o alardes eruditos. Como madre al fin, no reparaba en la edad ni en la obra que nos separaba. Si nos demorábamos en visitarla, nos regañaba. Con los años llevé también a mis hijos. Y ella se comportaba como una abuela permisiva. Recuerdo que una vez Edi, mientras conversábamos en la sala de su apartamento de Playa, se nos fue de la vista. Y al rato, buscándolo, lo descubrimos en el baño: jarrito a jarrito había vaciado un recipiente de agua en el piso. Pero no permitió que lo reprendiera. Disfrutaba a los niños. Amaba la vida. Y la vivió intensamente, arrebatándole la felicidad esquiva.
Copio los poemas suyos que mi amigo Alpidio Alonso seleccionó para el número 32 en preparación de La Calle del Medio:

SOY

Soy una casa bajo el mar;

me cruzan, como peces, los recuerdos.

Súmanse los corales a las vigas

con un peso de sal petrificada.

Soy una casa bajo el mar.

El tiempo, su recóndita marea

de acumulada arena movediza,

ha rendido la base sumergida.

Soy una casa bajo el mar.

Soy una

casa que se sostiene entre cristales.

UNA SOLA

Al amor,

una gota de ausencia lo revive;

o de llanto,

pero solo una gota.

ESCEPTICISMO

No son, Fabio, los besos,

justa medida del amor logrado.

Entrelazar los picos

puede muy bien ser cosa de pericos.

SABIDURÍA

Sabio es el pájaro

que no anida

en la copa del árbol.

DE LA ELECCIÓN

Cuidado sumo al elegir estrella:

Está la que es grandeza, altura, lumbre;

y la que arrastran las espuelas.

CAMPESINA

Déjame ser el trueno,

la tierra atormentada de raíces,

camino abierto entre las malvas.

Agua recién nacida

que fluye lenta de los manantiales

en renovado goce transparente.

El sonido del hierro en la madera,

el salmo de las ranas

en su apacible encuentro con la noche.

Déjame ser el grito

para espantar la soledad del pozo.

3 comentarios:

  1. Gustavo Pita Céspedes23 de diciembre de 2010, 5:47

    Bonito recuerdo,Ubieta.
    Muchas gracias a ti por haber tenido entonces la iniciativa de la organización de aquellos encuentros tan fructíferos para todos nosotros.
    Un abrazo;
    Gustavo (gpc7173-aec@yahoo.es)

    ResponderEliminar
  2. Gracias, Pita. Fuimos felices, porque la Revolución nos lo dio todo. Vivimos una utopía realizada (hasta donde es posible alcanzar el horizonte, que es volver a perderlo): la Lenin era una Grecia sin esclavos, hablábamos y cultivábamos las artes, los deportes --no olvidar que Zardoya fue campeón nacional juvenil de lucha grecorromana y ganador de sucesivos concursos nacionales de poesía--, las ciencias llamadas puras y las técnicas. Fuimos pioneros en la construcción de aquellas enormes computadoras cubanas y en nuestro grupo recordarás también que admitíamos a los interesados en el saber científico. Algunos de ellos trabajan ahora como científicos. Fuimos unos privilegiados Pita, por haber nacido en este país, en esa época, lo que no demerita el interés y el esfuerzo individual de cada uno de nosotros. Un abrazo.

    ResponderEliminar
  3. Gustavo Pita Céspedes23 de diciembre de 2010, 9:25

    Querido Enrique:
    Muchas gracias por tu respuesta.
    Para el que no vivió la experiencia desde nuestra perspectiva, acaso resulte hoy difícil de creer, pero al menos para nosotros, la Lenin fue un acontecimiento - y como tal, un hecho - histórico-cultural imposible de negar. Con el paso de los años creo que lo que más me impactó de la escuela, y lo que más me ha ayudado después como persona, fue la vivencia que tuve desde el primer día de que la gran escuela no estaba construída todavía del todo y de que uno mismo tenía que participar desde el primer momento en la realización de aquella promesa. Esto me hace pensar ahora que por muy ambiciosos, en el buen sentido de la palabra, que pudieran haber sido sus sueños, no faltaba a aquella época una buena dosis de sano realismo, sin el cual todo sueño nunca pasa de ser una quimera. Es importante que uno mismo eche a andar, y que luego no deje de seguir andando, para que no se pierda el horizonte. Un fuerte abrazo; Gustavo

    ResponderEliminar