viernes, 6 de diciembre de 2013

Cuba: derechos culturales

El Brigadista, obra de Servando Cabrera Moreno
Enrique Ubieta Gómez
La Jiribilla
Mi generación, la que nació en el límite de las dos épocas, en el instante del parto histórico, muy poco antes y mucho después, la que se multiplicó por el deseo y la confianza de las madres que entonces decidieron emular a la Historia en eso de parir, de crear, fue hija de los libros. Alguien debiera anotarlo: las Revoluciones, todas, sienten una vocación pedagógica. Lenin se refería al hecho de que los pueblos, en época de grandes transformaciones, aprenden en semanas, en días, lo que en épocas normales llegan a entender en décadas, en siglos. Pero nunca es suficiente. Las Revoluciones necesitan del saber, nacen hambrientas de saber. Fidel lo expresó de forma clara: “les pido que lean, no que crean”.
Para que las llamadas masas pudieran leer, en Rusia, en China, en Cuba, en Nicaragua, en Venezuela, las Revoluciones alfabetizaron al pueblo. Alfabetizar no significa aprender a deletrear y a escribir el nombre propio. Significa transformar a los hombres y mujeres, de simples objetos, en sujetos. Significa hacerlos partícipes, protagonistas de sus vidas. La pasión por el saber, por entender, por transformar y comprometer la vida humana en decisiones personales, colectivas pero personales, como la de aquella mujer del filme de Fernando Pérez (“Madagascar”) que se buscaba en una foto aérea de la Plaza donde se aglomeraba un millón de personas, una foto que hacía que los rostros fuesen indescifrables, que simularan ser una “masa” informe, y que sin embargo, era un canto a la individualidad: todos los “retratados” se asumían como protagonistas únicos.
La mujer del filme se buscaba absurdamente porque siempre se sintió protagonista, porque no concebía que su rostro no se distinguiera. Porque ella, entre todos, era ella, como nunca antes lo había sido. Qué difícil es explicarle esto a los que nunca han vivido una Revolución, o a los que se distanciaron de ella. Al capitalismo no le interesa que las masas se transformen en colectivos de individuos. Porque no le interesa el individuo, aunque su retórica doctrinal lo enarbole como excusa.
Si me preguntan qué aporta el socialismo a los derechos culturales del ciudadano, tendría que decir algo en apariencia sencillo: la posibilidad de que se encuentre a sí mismo. Por eso los dos actos que simbolizan a la Revolución, que establecen los puntos cardinales de su cruzada cultural, son de una parte la alfabetización, y de la otra, la edición millonaria de la obra cumbre de las letras hispánicas: Don Quijote, el primer libro publicado por el Gobierno revolucionario. Los hombres y mujeres de la Patria libre, los recién alfabetizados, eran simultáneamente invitados a traspasar el lindero de la llamada “alta” cultura. Se les pedía que fuesen Quijotes y que pelearan contra sus propios molinos. Contra todos los molinos.
Por eso, también, una de las primeras medidas adoptadas por la Revolución, fue la creación del ICAIC, del cine libre, del cine comprometido. Y una de las escenas más conmovedoras la registró ese cine de sí mismo en sus primeros pasos: la reacción de los vecinos de un pueblo de la montaña frente a una pantalla ambulante; las risas, los asombros, los suspiros de unos espectadores vírgenes, que se descubrían en la pantalla, porque si empezaban a ser protagonistas de sus vidas, lo serían también de aquellas imágenes en movimiento. Y muchos niños huérfanos, deslumbrados, danzaban en las escuelas de ballet, y se transformaban en estrellas rutilantes de un firmamento que había estado vedado para ellos apenas unos años antes, mientras una generación de guajiros se convertía en la nueva vanguardia de las artes plásticas.
La isla de Utopía era una fábrica de bailarines clásicos y de peloteros. Y los actores se trasladaban a lugares como la Sierra del Escambray o la Ciénaga de Zapata, para fundar el teatro y los hombres del futuro. Entonces aparecieron los cantores rebeldes, simples Silvios y Pablos, en poses y melodías difíciles de descifrar, según los viejos códigos, que los guerrilleros y los estudiantes, y los rebeldes de toda la América nuestra hicieron suyos de inmediato y reivindicaron en la clandestinidad, y en las prisiones, y en la muerte. Nosotros, los hijos de los alfabetizados, los hermanos menores de los cantores primeros, fuimos sobre todo alumnos. Vestidos de azul, de carmelita, de verde, de blanco y azul, que sé yo, enfundados en todos los uniformes de la esperanza, discutíamos frente a los murales o a los carteles que los pintores de vanguardia dejaban como señales del tiempo en las escuelas, o conversábamos, sentados en el piso, con el líder de la Revolución latinoamericana, Fidel, simplemente Fidel.
Éramos hijos de los libros, digo, y a veces creo que la fortaleza era también la debilidad. Pero asistíamos a los actos y soñábamos, como recientemente confesara Silvio, con asaltar Moncadas, o pertenecer a “los comandos del silencio”, la aventura de la epopeya tupamara, con empuñar la adarga del libro iniciático de la Revolución, en la Moneda, o en Angola, o en la frontera de la Nicaragua sandinista, con ser Alberto Delgado, cará, o el David de “En silencio ha tenido que ser”, la serie de televisión. Días felices, días sin nada, más que la pura felicidad de vivir a conciencia, en los bordes de un mundo nuevo. Nuestro deber era estudiar, leer. Hasta que sobrevino el derrumbe de los países que nos acompañaban, o que parecían acompañarnos. Hasta que la neblina desdibujó el futuro. Y un largo paréntesis nos dejó a la deriva. Entonces comprendimos que la instrucción no se convertía de manera espontánea en cultura, que ser revolucionario no era un problema de conocimientos –aunque también presuponía un saber–, sino de ética.
Los valores de la época, los que la historia nos hacía compartir con los habitantes del planeta, adquirían un matiz trágico en el socialismo, pues la corrupción es sistémica en las sociedades que no se interesan por el origen del dinero, del tener, pero en el socialismo es antisistémica. El revolucionario no era el que más sabía, sino el más ético. La triste desconfianza, que nos hacía presuponer la doble moral del vecino, se alimentaba de una certidumbre: es la virtud la que nos hace revolucionarios. La virtud es un suceso cultural de la mayor importancia. Ser cultos –la única forma de ser libres–, es ser éticos.
Si me preguntaran cuál fue el mayor aporte de la Revolución a la cultura, diría que hacernos sujetos de la historia. Mis derechos culturales pasan por los libros que leo, por las obras de teatro, de ballet, o de cine que veo, por los deportes que practico o disfruto, por las preocupaciones, dudas y anhelos que me mueven, por mi capacidad para decidir lo que soy, lo que seré, más allá incluso de lo que tengo o pueda tener, y también, sobre todo, por mis sentimientos de solidaridad para con los otros, dondequiera que vivan. Mis derechos culturales se revelan en la utilidad que aporta mi vida. Eso es la Revolución.

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