sábado, 28 de diciembre de 2013

Elogio del panfleto

Un amigo me recomendó la lectura del libro del intelectual venezolano Luis Britto García Elogio del panfleto y de los géneros malditos, Caracas, Fundación para la Cultura y las Artes, 2012. Quiero recomendarlo a otros amigos, y reproduzco como lectura introductoria este breve ensayo que le da título. 
 
Luis Britto García
Vamos hacia la sociedad sin pecados. Las heterodoxias sexuales ya no son ocultadas, sino orgullosamente exhibidas. La corrupción no es castigada, sino exaltada como habilidad. La ignorancia ha dejado de ser vergonzosa: la celebran o la fingen los analfabetos que no escriben más que para atacar a los intelectuales. La nueva permisividad sólo rechaza dos categorías de parias: los leprosos y los panfletarios.
Pero, ¿qué es el panfleto? Sabemos que no basta la definición del diccionario, que lo equipara al libelo o al escrito satírico. Quizá estaremos de acuerdo en que el panfleto es un escrito altamente personal, subjetivo y emocional, que contiene un ataque violento sin coherente justificación científica o metodológica. Por antítesis, podemos crear la categoría antagónica del discurso elevado, el cual sería un mensaje altamente impersonal, objetivo e impasible que elude toda condena o elogio en aras de la exposición rigurosa de una verdad demostrada en forma científica. El lector avisado sabe que esta segunda categoría de mensaje no existe. Las verdades objetivas y absolutas solo habitan en el Cielo, donde no necesitaremos escribirlas. Pero estamos en la tierra, en el infierno de las subjetividades. Solo el panfleto es verdad.
¿De dónde, entonces, la universal condenación del panfleto, el unánime aplauso hacia el discurso elevado? En un universo donde la única verdad es la subjetividad de nuestro punto de vista, el discurso elevado permite la única mentira posible: la ocultación de yo. Para lograrla, su emisor se eleva –es decir, se encarama– en un parapeto supuestamente impersonal desde donde fulmina condenaciones en nombre de la Semiología, el Imperativo Categórico, las Buenas Costumbres y todo aquello que se escribe con mayúsculas. En la medida en que el ataque es más abstracto, es más irrebatible, porque ¿cómo contestarle a una mayúscula? Sobre todo porque estas no hablan. Hablan los hombres, los cuales son más minúsculos mientras se apoyan en mayúsculas.
Tan absoluta es la regla de la ocultación del yo, que deja en evidencia de inmediato a los hombres minúsculos que se creen –equivocadamente– dignos de la alta gloria del panfleto simplemente porque escriben mal. La incapacidad para el panfleto se demuestra atribuyendo las opiniones propias a otros o absteniéndose de firmar. De ahí esos lectores del pensamiento que saben que un público estaba disgustado con un espectáculo porque rompía a aplaudir a cada instante, los tartufos que denigran por escrito y sin firmar de aquellos a quienes felicitan en persona. En uno de sus cuentos, Gabriel García Márquez inventó un hotel cuyos clientes hacían las necesidades en la calle, previa la precaución de enmascararse. El hombre minúsculo no vacila en arrojar su envidia vulgar mientras esconde lo único que podría darle un sentido: ese centro de imputación que él ha reducido a un antifaz, y que es precisamente su yo.
Como corolario de la regla de ocultación del yo, el autor del discurso elevado trata indefectiblemente de ocultar su opinión. Para ello sigue dos métodos contrapuestos: en los trabajos supuestamente científicos, lo sustituye por un conjunto de indicadores aparentemente objetivos. En los artísticos, lo disimula de manera que opere sobre el espectador sin que este lo advierta. Ambas astucias son simétricamente irrisorias. La naturaleza es un caos infinito de indicadores a los cuales solo presta inteligibilidad una opinión sobre sus relaciones mutuas (toda metodología no es más que la manera de hacer comunicable una intuición). La necesidad de que el creador y sus pareceres estén ausentes de la obra de arte ha sido predicada por Octavio Paz y por Jorge Luis Borges, sin visible desaparición de sus opiniones de la de ellos mismos. La formulación exacta de este apotegma predica que el creador debe evitar incorporar sus opiniones a su obra siempre que sean de izquierda. Pero decir esto sería panfletario, es decir, verdadero.
Desde tal perspectiva se comprende por qué todos los libros decisivos en la historia de la humanidad han sido arbitrarios, atrabiliarios, emocionales, contradictorios y desordenados: en una palabra, panfletarios. Panfletos el Evangelio y el Corán y el Quijote y el Zaratustra; panfletos el Contrato Social, y el Decreto de Guerra a Muerte; panfleto, ¿por qué no?, el Manifiesto Comunista, con su fantasma que recorre Europa, sus parteras de la Historia, sus oprimidos que no tienen que perder más que sus cadenas. Contra lo que los ingenuos creen, nuestra izquierda no ha fracasado por panfletaria, sino porque su discurso cientificista y economicista le ha impedido panfletear un ¿Qué hacer?, un La historia me absolverá, unas Memorias de un venezolano de la decadencia, una Guerra de guerrillas o una sola frase retumbante por el estilo de la planta insolente del extranjero.
Ya no lustramos zapatos: pulimos textos en los talleres literarios hasta que el charolado nos deslumbra. Hemos aprendido a no poner los codos en la mesa ni el que galicado en las oraciones: ya no saldamos las rencillas aldeanas a trompadas, sino con citas de Todorov y de Bajtin. Por ello, en un país hirviente de temas, tales como el homicidio político, la censura cultural, la corrupción institucional, y el destino clausurado, estos siguen siendo preponderantemente objeto del panfleto. Quizás porque, a fin de cuentas, el panfletario todavía cree en la palabra. Imagina que sus fulminaciones pesarán en alguna balanza encargada de restablecer la justicia o compensar la frustración. El panfleto es la voz que clama en el desierto. El desierto es el discurso elevado.

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